Hay días en que me levanto con el pie cruzado (no con el izquierdo, que lo hago todos los días, ni con los cables cruzados, que todo el mundo los tiene así, aunque la frase hecha lo considere extraordinario), al menos metafóricamente. Y, siguiendo con la metáfora, al tener el pie cruzado, el otro pie, aún algo adormilado, con los ojos medio pegados y sin prestar atención a su marcha, tropieza con él. Claro, si empiezo así, ya estoy de mala hostia todo el día. Esos días soy asquerosamente realista, incluso cínica.
Otros días no. Otros días me levanto con el pie izquierdo, como casi todos los días. Voy al baño, me visto, como algo antes de comenzar el día (o no, depende de cuánta prisa lleve), y, al salir del portal, respiro hondo y pienso en alguien a quien quiero mucho, mirando al infinito. Son días de comienzos optimistas. Días en que la sonrisa pende inalterable y constante de mi boca. Pero, como aquél que dice... "hoy que tengo un día estupendo, ya verás como llega algún imbécil a jodérmelo". Y, normalmente, el imbécil se hace esperar unas horas, para que yo me confíe y diga: "hostia, a lo mejor hoy no se presenta"; pero, al final, aparece. Algunas veces es alguien cercano, otras un "sheñor" con barba y "gafash" que sale en la tele, o alguna persona de su séquito, y otras el día me sorprende y me trae imbéciles innovadores, con cuentos nuevos.
Y, por último, están los días como el de ayer (porque a partir de las 12 ya he estado más tristona). Días en que me levanto, o no, y antes de levantarme ya sonrío. Días en que cuando pasan 10 minutos desde que me levanté, no sería capaz de decir con qué pie lo hice. Días redondos, como quien dice, como la o de Optimismo.
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