Os dejo por aquí un artículo de un blog que suelo leer: El porqué de una mosca encerrada en un bote. Lo escribe Rubén, alias "El Señor de las Moscas". El artículo es algo largo, pero muy ameno e interesante. Para que entendáis, si no lo hacéis ya, de qué va el movimiento de DemocraciaRealYa, y qué quieren todos esos chicos tan majos que acampan en las plazas de las ciudades españolas.
Sin más prólogo, aquí os va:
Si decimos que en España no hay una democracia real lo decimos por algo.
Lo digo porque hay por ahí quien afirma, cual en canción de Ketama, que estamos locos y que no sabemos lo que queremos. Para contribuir a rebatir esta chorrada tan sumamente gorda hemos confeccionado una lista con los ocho motivos de por qué en España no hay una democracia real. Ocho, que podrían ser más, y ordenados subjetivamente por un servidor de ustedes. Y motivos, ojo; no propuestas. Aquí no proponemos ni listas integralmente abiertas ni sufragios radicalmente representativos. Por no proponer es que no proponemos nada. Esto es una humilde lista, no un manifiesto. Así que explicamos, sin más, el porqué de que estemos tan hasta los cojones en ocho sencillos pasos. De forma fundada –que es como se razonan las cosas–, con un poquito de sentido del humor –que es de lo que va este blog–, concatenando –para amenizar– y, sobre todo, humildemente y sin querer ir de originales –porque entre machaconas y obviedades, todo lo que se dice aquí se ha dicho ya en muchos otros sitios–. Y erradamente en algunas cosas, seguramente, porque ni soy leguleyo ni miren, ganas que tengo. Aún así, les animo a leerse el tocho, de una sentada o por entregas, o parte de él. Les anuncio, por cierto, que el primer punto es el más coñazo, pero que después la cosa mejora. Y si les gusta, a que hablen de lo que aquí hablamos. Porque hay que difundir la palabra, porque concentrarse y hacer bulto no lo es todo y porque además no sólo de retweets vive el revolucionario. Ésta es nuestra pequeña contribución a todo esto.
Por qué no hay una democracia real en España
(en ocho sencillos pasos)
1. Porque no llega a todas partes –#Poder judicial–.
Empecemos por lo básico. A usted le han dicho que vive en una democracia. A usted, amigo, le han dicho muchas cosas. Le han dicho que vive en una democracia, que Mozart componía con cuatro años y que cuando Belén Esteban se operó el tabique, fue por la diabetes. Cosas que pasan. Yo no sé qué piensa usted de Mozart o Belén Esteban, pero sobre democracia una cosa le digo; el Estado se divide en tres poderes, pero sólo dos de ellos –el ejecutivo y el legislativo– están sometidos a elecciones. El judicial no.
Es notorio y manifiesto que los integrantes del poder judicial se dividen entre progresistas y conservadores, que en nomenclatura judicial vendría a ser lo que en los otros dos poderes se llama sencillamente ser de PSOE o del PP. La fractura entre ambos bloques, de hecho, suele llevar a frecuentes problemas en órganos como el CGPJ, los tribunales Supremo y Constitucional o la Audiencia Nacional, por citar sólo algunos. La filiación ideológica de los jueces ha sido objeto de denuncia en numerosísimas ocasiones –algunas muy sonadas– y los escándalos en los que los partidos políticos se acusan de corromper jueces son el Sálvame Deluxe nuestro de cada día. Esto es así aunque el poder judicial debería, teóricamente, ser independiente, y repetimos; teóricamente. Es decir, en los libros de Montesquieu. En la realidad real de España no lo es, y además por muchos motivos. El más evidente de todos es que los integrantes de sus más altas instituciones son designados directamente por los partidos políticos a través del gobierno y del parlamento. EL CGPJ, por ejemplo, que es la más alta institución del poder judicial, cuenta veinte vocales, todos ellos nombrados por el parlamento. El Tribunal Constitucional, por ejemplo, se compone de doce magistrados de los que ocho lo son nombrados por el parlamento, dos por el gobierno y dos por el CGPJ. Y así, susceptiblemente. ¿Cómo se explica que hablemos de la independencia del poder judicial si sus cargos dependen directamente del gobierno y del parlamento? Bueno, pues también por varios motivos. El principal, porque hablar es gratis.
¿Esto es así en todas partes?
Pues sí y no. Cierto que el poder judicial no responde a proceso democrático en ningún moderno estado de derecho, pero también cierto que en muchos países su independencia no es necesariamente más falsa que los monos de Jumanji. En Reino Unido, por ejemplo –que por cierto, es donde se inventó la separación de poderes– los integrantes del máximo órgano judicial, la Supreme Court, no los elige el parlamento en modo alguno, sino una comisión formada por el presidente y el vicepresidente de la propia Supreme Court, un miembro de una comisión al efecto de Inglaterra y Gales, otro similar de Escocia y otro de Irlanda del Norte.
¿A quién beneficia esto?
Según Montesquieu, que de esto sabía un huevo, a la libertad del ciudadano, pero echemos unas cuentas rápidas. Para designar vocales del CGPJ o magistrados del TC el parlamento requiere una mayoría de tres quintos, que vienen a ser el 60% de los escaños. Si PP y PSOE ocupan en el parlamento el 92% de los escaños, adivinen qué: pues que ningún magistrado o vocal lo es sin el voto a favor bien del PP, bien del PSOE. Es evidente que el poder judicial participa activa y muy determinantemente en la política; legaliza e ilegaliza partidos, por ejemplo, decide laimpugnación o no impugnación de candidatos e instruye y decide en tantos juicios se pleiteen entre ellos los partidos políticos. Si todos asumimos que el poder judicial participa en la política, que la filiación ideológica participa activamente del poder judicial –en concreto la filiación al PP o al PSOE–, ¿por qué no votar democráticamente a sus altos cargos como se hace en los otros dos poderes? Misterio, amigo. Misterio y sonido de grillos. Cri cri.
Y usted dirá bueno, vale, pesado, no me des la chapa. Pero la democracia está garantizada en los otros dos poderes del estado, ¿no? Pues no, querido amigo. De eso nada.
2. Porque no se consulta al pueblo –#Referéndum–.
Pensemos en una monarquía del siglo XVI, por ejemplo, y al papel que juega el rey en ella. El soberano toma todas las decisiones del reino –al menos las más importantes– y, además, designa a otras personas para que ocupen los puestos de su gobierno –que son los que, subsidiariamente, toman todas las demás decisiones–. Ahora pensemos en nuestra democracia. Puede que el pueblo –que es el soberano de este supuesto, por si a alguien se le escapa– designe a los cargos, pero… ¿Toma algún tipo de decisión? No. Sólo elige a las personas que las toman. Sólo hace eso: votar. ¿Votar decisiones? No. Nunca. Sólo vota cargos. Pero nunca toma decisiones.
La Constitución prevé la celebración de un referéndum en dos casos. Uno, como medida legal necesaria para reformar la propia Constitución –o los estatutos autonómicos–; y dos, y aquí está el tema, con fines consultivos –en cuyo caso es siempre a nivel nacional y habla de ‘decisiones políticas de especial trascendencia’. No obstante desde de la muerte de Franco –y esto son treinta y seis años– sólo se han celebrado la friolera de cuatro referendos nacionales. Y, mira por dónde; de estos cuatro sólo uno –el de permanencia en la OTAN de 1986– ha sido de carácter consultivo. A la hora de tomar el resto de decisiones –incluyendo el ingreso en la UE, la ilegalización de partidos, las reformas educativas, la participación en varias guerras o el cambio de moneda– los sucesivos gobiernos lo han tenido claro; las han tomado ellos.
¿Esto es así en todas partes?
No. Sólo hasta el año 2004 se habían celebrado en Suiza 217 referendos –con una media de diez al año–. Algunas de las decisiones que los suizos han tomado en referéndum son la igualdad legal de hombre y mujeres –1981–, la suspensión por diez años de la construcción de centrales nucleares –1990 –, la negativa a entrar en el Espacio Económico Europeo –1992– o el uso de heroína en tratamientos de desintoxicación para drogodependientes –2008–.
¿A quién beneficia esto?
Al Estado y especialmente a los sucesivos gobiernos –y en detrimento de los parlamentos–. Es así por una razón bien sencilla; los gobiernos eluden sistemáticamente el criterio de ‘especial trascendencia’ prescrito por el artículo 92 –el que regula el referéndum– ateniéndose el criterio de ‘extraordinaria y urgente necesidad’ recogido en el artículo 86 –que les habilita para promulgar un decreto-ley. Así –y me gustaría decir que paradójicamente, pero es que no lo es– en España se evita la consulta popular aplicando la herramienta de la que dispone el Gobierno para promulgar leyes ya no sin consulta popular, sino directamente sin consulta parlamentaria.
De acuerdo, supongamos que en democracia el papel del pueblo no es el de tomar decisiones, sino simplemente el de designar a personas para ocupar cargos. ¿Elige el pueblo a las personas que quiere? No. El porqué es muy sencillo.
3. Porque las listas son cerradas –#Listas abiertas–.
Imagínese que a usted, que es así de excéntrico, le gusta ver Pasapalabra. Imagine que, para poder verPasapalabra estuviera usted obligado por ley a tener que ver veinticuatro horas de programación de Telecinco. Incluyendo Supervivientes hasta echar los higadillos. ¿Delirante, verdad? Y un planazo. Pues no se crea que la realidad democrática dista mucho de este paradigma.
Los votantes no tienen la opción de elegir a un representante, sino que tienen que elegir a una lista cerrada de representantes. Que no es lo mismo. Esto funciona así en la mayoría de instancias electorales –nacionales, autonómicas y municipales– con excepción del Senado, para el que se vota en una lista abierta. ¿Es muy abierta esta lista? Bueno, pues contiene a cuatro candidatos, y entre esos cuatro hay que elegir a tres. Muy abierta no es.
¿Esto es así en todas partes?
No. Durante la II República, por ejemplo, las listas eran abiertas. También las hay actualmente en Finlandia, por poner otro ejemplo. Allí las listas son abiertas y no sólo las presentan los partidos, sino también cualquier ciudadano no afiliado a un partido que consiga asociarse o agruparse por distritos electorales hasta formar una lista –y a condición de reunir al menos cien firmas de votantes de ese distrito por cada candidato que presenten–. Todas las listas, las de los partidos y las independientes, son revisadas por la autoridad electoral y concurren finalmente a las elecciones en una única lista abierta en la que figuran todos los candidatos mezclados y en orden por sorteo. El votante sencillamente vota, dentro de esa lista, a quien le da la gana.
¿A quién beneficia esto?
Según se dice con frecuencia, al propio país. Yo no lo creo. Me dirán simplista, conspiranoico y bolchevique, pero para mí que que esto beneficia sencillamente a los partidos. Que no en vano hacen listas cerradas situando a su candidato más famoso o carismático a la cabeza y obligan al elector a votar al resto de candidatos con él. También a los candidatos que, dentro de los partidos grandes, tienen menos opciones, ya que consiguen acceder al poder arrastrados por el candidato cabeza de lista –a mí se me ocurren varios políticos de tal cota de impopularidad, y una de ellas se apellida Sinde, que simplemente cuesta creer que estuvieran en política si nuestro sistema fuese de listas abiertas–. Y en tercer lugar, a los imputados por corrupción. Porque si la lista fuese abierta un elector podría votar a todos los candidatos de un partido, si quisiera, menos a los imputados por corrupción; con las listas cerradas, si votas a un partido tienes que votar a todos sus integrantes. Incluyendo a los imputados por corrupción.
De acuerdo. La mayoría de los candidatos no son elegidos libremente sino que vienen con el pack. Aún así, ¿es posible que su presencia en ese pack responda a la voluntad popular? La respuesta, por supuesto, es no.
4. Porque los partidos carecen de democracia interna –#Democracia interna–.
Esto es terriblemente sencillo; el pueblo puede elegir a los candidatos, pero a los candidatos no los puede elegir el pueblo. O dicho de otro modo: en el proceso de ascenso al poder, sólo el último tramo –el que convierte a un candidato en un cargo político– lo es democráticamente. Pero hasta ese punto, el candidato ha ascendido sin que medie en ello voluntad popular de ningún tipo. Esto puede llevar –y lleva– a situaciones tan chocantes como que el candidato a presidente del Gobierno –nada menos– esté en esa candidatura sin haber concurrido nunca a ningún tipo de votación o elección. Sin, por supuesto, haber ganado nunca nada. Sin ni siquiera haberlo necesitado. Otros partidos sí que se someten frecuentemente a primarias internas pero mediante un modelo de sufragio indirecto, semiabierto y normalmente sin derecho al voto secreto.
¿Esto es así en todas partes?
No. En Estados Unidos –por ejemplo– los partidos Republicano y Demócrata se someten a elecciones primarias que no organizan ellos, sino los propios poderes públicos. Es así tanto en el caso de elecciones presidenciales como para elegir los candidatos a representantes, a senadores, a gobernadores y a alcaldes.
¿A quién beneficia esto?
A los afines al poder dentro de los propios partidos políticos. A nadie se le escapa que el más que probable futuro presidente del Gobierno –Mariano Rajoy– es candidato a tal no porque nadie lo haya votado nunca, sino porque fue designado a dedo por José María Aznar.
De acuerdo. La mayoría de los representantes políticos no ocupan su cargo por voluntad popular directa sino porque el sistema es así. Pero digo yo, que soy así de optimista, que aún así cuentan con libertad para trasladar la voluntad popular al ejercicio del poder, ¿no? Al menos en la media de lo posible. Pues no, querida amiga. De eso nada.
5. Porque los diputados están sometidos a disciplina de partido –#Disciplina de partido–.
Imagine que vive usted durante la Ilustración, que además tiene usted el día voltaireano –o voltairenesco– y que, entre pitos y flautas, de repente inventa un sistema político donde el pueblo elige a unos representantes para que sean quienes, mediante votaciones, tomen las decisiones. ¿Bonito, verdad? Pues ahora imagine que estos representantes no puedan votar las decisiones que ellos quieran.
El artículo 67 de la Constitución Española prohíbe la llamada interdicción del mandato imperativo. Es decir, que prohíbe expresamente que quién ostenta un escaño se vea obligado a votar algo que no sea lo que le dé la gana. En la práctica, los diputados y senadores votan no según su voluntad sino sistemáticamente la consigna que dicta en cada votación la cúpula del partido. Es lo que se conoce como disciplina de partido. Por eso precisamente –y sabiendo cuántos escaños tiene cada partido– pueden predecirse los resultados de la votación antes de que ésta ocurra. Sólo en algunos casos muy sonados los parlamentarios contradicen la disciplina de partido –lo que siempre se salda con sanciones al parlamentario– y sólo en otros muy puntuales los partidos conceden a sus diputados libertad de voto. ¿Por qué, si está expresamente prohibido, existe entonces –y además abiertamente– la disciplina de partido? Pues no lo sé, mire, pero le daré una pista; estamos hablando de que nuestra democracia no es real. Así que por ahí deben ir los tiros.
¿Esto es así en todas partes?
¿A quién beneficia esto?
A los partidos y en detrimento, lógicamente, de los representantes parlamentarios.
Muy bien, las decisiones no las toman los parlamentarios, sino los partidos. Aún así, los integrantes de esos partidos han sido votados por los ciudadanos, de lo que se deduce que sus decisiones son necesariamente representativas de la voluntad popular, ¿no? Pues no, mire. Tampoco.
6. Porque el reparto de votos es desproporcionado –#Reforma electoral–.
¿Sería bonito, verdad, si el parlamento tuviera equis número escaños y a su vez un escaño equivaliese a equis número de votos? Bonito, sencillo y democrático. Pero no. El sistema electoral español se diseñó deliberadamente para favorecer la creación de mayorías parlamentarias que confiriesen estabilidad al sistema. Para ello pervierte –no se me ocurre un verbo mejor– esta proporcionalidad ideal entre voto y escaño estableciendo no una circunscripción nacional –que sería lo suyo–, sino circunscripciones provinciales y, a su vez, un enrevesado sistema en el que los representantes parlamentarios lo son por mayoría en sus provincias respectivas. Este sistema fue posteriormente completado mediante la Ley 5/1985 del Régimen Electoral General, que aplica el llamado sistema D’Hondt y además elimina toda candidatura con menos del 3% de los votos en su circunscripción. El resultado es que en las Cortes españolas los grandes partidos están sobrerrepresentados –tienen más diputados de los que les corresponden– a costa de los partidos minoritarios –que les ceden a los mayoritarios varios escaños de los que les corresponderían legítimamente–. Los partidos con menos del 3% de los votos sencillamente no están. El cómo de todo esto es un poco lioso, pero lo tienen todo magníficamente resumido en esta web, desarrollado en este blog y esquematizado en esta presentación. No sé cuál les recomiendo más encarecidamente, porque las tres son magníficas.
¿A quién beneficia esto?
A PSOE, PP y los grandes partidos nacionalistas, principalmente CiU y PNV. Actualmente estas cinco fuerzas políticas acumulan el 96% de escaños de las Cortes. Pierden los partidos minoritarios, como IU o UPyD. Tanto así que se llega a extremos como el de las elecciones generales de 2004, en las que la tercera fuerza más votada del país –Izquierda Unida, con 1280000 votos– resultó la sexta en número de diputados –con 5–. En esas mismas elecciones CiU obtuvo 830000 votos –un 36% menos que IU– pero acumularía el doble de diputados –10 en total–.
¿Esto es así en todas partes?
No. En Dinamarca, por ejemplo, se contrarrestan los efectos de D’Hondt con un modelo de la llamada –y no por nada– elección proporcional. Lo tienen muy bien explicado aquí. De eso resulta un Parlamento mucho más fragmentado –como lo es la voluntad popular– pero lógicamente mucho más fidedigno respecto a la realidad. La mayoría de los gobiernos daneses, de hecho, lo son en minoría, sin que en principio nadie se escandalice. No quiero perder la ocasión de animarles a que lean lo que dice en Wikipedia sobre la política, la democracia y el estado de bienestar danés.
7. Porque el reparto del poder no responde al principio representativo –#Representatividad–.
En nuestro sistema hay muchos cargos políticos, pero sólo algunos de ellos lo son electos democráticamente –por ejemplo los presidentes del Gobierno, los autonómicos o los alcaldes–. Puestos tan poderosos como la vicepresidencia del Gobierno o los ministerios, no obstante, no están sometidos a ninguna votación, ni popular ni parlamentaria. Otros cargos elegidos a dedo son el de embajador, el de delegado del Gobierno o la dirección de cuantos institutos, agencias y oficinas dependen de los ministerios. El Jefe del Estado español tampoco ha sido refrendado en ninguna elección o referendo de ningún tipo.
¿Esto es así en todas partes?
No. En México, por ejemplo, los ministros, también por ejemplo, son elegidos por el Senado –dos terceras partes del mismo– entre tres candidatos propuestos por el Presidente de la República. En España los designa a dedo el presidente del Gobierno y los refrenda el rey. Punto.
¿A quién beneficia esto?
Al conjunto de la alta clase política y en detrimento de la baja, porque la mayoría de sus integrantes sencillamente no necesita presentarse a unas elecciones para ocupar un puesto de poder. A nadie se le escapa que, con la llegada de Rodríguez Zapatero a la presidencia, varios ministerios fueron ocupados por políticos de perfil tecnócrata para ser desplazados posteriormente por políticos de menos formación en sus respectivas competencias, pero afines a la llamada Nueva Vía socialista –la que llevó a Zapatero al liderazgo del PSOE–. Véanse los casos de Pedro Solbes-Elena Salgado, Bernat Soria-Leire Pajín o César Antonio Molina-Ángeles González Sinde.
Muy bien. En España se llega al poder de cientos de maneras, y muy pocas de ellas tienen que ver con la democracia. Aún así, al menos podremos confiar en ellos, ¿no? Ay, alma de cántaro. Menos mal que hemos llegado al último punto.
y 8. Porque en la democracia española la corrupción es generalizada –#Corrupción–.
Puede que si decimos corrupción usted sólo piense en Gürtel, pero por ilustrar diremos que en 2009 la justicia española tenía abiertas 730 investigaciones judiciales por corrupción. El oro y la plata se lo llevaban, lógicamente, PSOE –con 264 causas– y PP –con 200–. En las pasadas elecciones municipales y autonómicas concurrieron en las listas electorales cientos de políticos imputados en casos de corrupción –aquí hay una lista con los cincuenta más significativos–. Además, la corrupción no son sólo prevaricación y escándalos urbanísticos. Este año 2011, por poner otro ejemplo de corrupción, hemos sabido que el 20% de los nuevos altos funcionarios del Estado es familiar de otro alto funcionario. Aprovecho para reseñar, y no quiero perder la ocasión de invitarles a que se toquen los cojones, que lo que dice al respecto el autor del estudio es que ‘una hipótesis es que los hijos de los altos miembros de la administración son más competentes que el resto’.
¿Esto es así en todas partes?
No, lógicamente. No es más limpio el que más limpia sino el que menos ensucia. El Índice de Percepción de Corrupción publicado por International Transparency en 2010 señalaba que los países menos corruptos del mundo eran Dinamarca –que también el país de más alta felicidad subjetiva–, Nueva Zelanda –que tiene uno de los PIB per cápita más altos del mundo–, Singapur –por la razón poco espectacular de que tiene una de las leyes anticorrupción más severas– y Finlandia –el país con el mejor sistema educativo del mundo–. De los diez primeros, cuatro eran escandinavos. Diremos, como posdata, que España figuraba en el puesto 30 a nivel mundial y en el 16 entre los países europeos.
¿A quién beneficia todo esto?
Pues imagínenselo. A principios de año PP y PSOE cerraron un acuerdo parlamentario para evitar que la ley les impidiese incluir imputados en sus listas. El votante, aún así, podría sortearlo no votando al candidato imputado y sí a los demás, pero como se ha dicho las listas son cerradas y si quieres votar a un partido, tienes que votar también a sus imputados. La propuesta de reforma de la ley electoral elevada al parlamento el año pasado hubiera acabado con las listas cerradas, pero una vez más fue bloqueada por PSOE y PP.
Así que, pues nada. Ocho son, ya ven, como las hijas de Elena. Ocho eran y ninguna era buena. Y que lo dicho; vaya con humor, con humildad y seguramente, con poco tino en algún tecnicismo. Quédense con la que más les gusta, y hasta lo mismo podemos hacer un ranking en el post de comentarios. Ustedes mismos. No sea que, al final de todo, nos lo vayamos a tomar todo esto más seriamente de lo que se debe. Se me cuiden, me vayan por la sombra y les veo en la próxima.