El invierno tiene intrínseco un aire de melancolía, de buscar en la añoranza el calor que nos falta ahora. El aire helado nos recuerda caricias tibias en momentos bonitos, los labios agrietados ruegan un beso que ya dimos, las manos frías sólo quieren entrelazarse con otras.
Iba pensando en eso, camino a la estación. El maldito reloj no dejaba que su maldito tic-tac se relajase un poco, y con él, mi agitado paso de siempre. Llegaba, para variar, dos minutos tarde. Mi mochila era grande, llena de cosas que probablemente no utilizaría más adelante en este viaje, pero que, aún así, era incapaz de dejar en casa guardadas.
Con la espalda sudada y las manos y la cara entumecidas por el frío, entraba corriendo al hall. Qué coño "al hall", al vestíbulo. Estaba rodeada de anglicismos innecesarios que me enervaban, especialmente cuando pensaba o usaba alguno. Miré el reloj casi de reojo y fui a imprimir el billete. Tenía las manos rojas y calientes, latiendo al ritmo de mi agitado corazón, o lo que sea que tengamos los zurdos en su lugar. En algún momento de la noche anterior, haciendo el cafre con la ruedita, debí cambiar la hora. Al mirar el panel de salidas y ver la hora real, me di cuenta de que aún me tocaba esperar más de una hora en la estación.
Después del bufido de turno, de dejar mis cosas en el suelo de cualquier manera y echarme montones de mierda (figurada) encima, respiré hondo y pensé qué hacer.
Me senté en los fríos e incómodos bancos de la estación. ¿A quién se le ocurre hacerlos de metal en vez de hacerlos de plástico, madera, u otro material que no te obligue a elegir entre sentarte y mantener todas las partes de tu cuerpo a salvo? Otro resoplido, y el globo de la mala hostia cada vez más hinchado. Decidí entrar a la cafetería. Por lo menos sus asientos eran de piel, y no tendría que soportar la megafonía ni el chirrido del tren sobre los raíles.
Tenían calefacción, menos mal. Si me llego a quedar fuera me habría constipado. Pedí un zumo de naranja y unas tostadas, como siempre que desayuno fuera de casa. Leí refunfuñando el periódico, quejándome de lo ineptos que son los que nos gobiernan a mí misma. Volví a coger aire profundamente. Los métodos chorras de relajación sólo me cabreaban más. Cerré los ojos y decidí aislarme un rato, así que desenfundé los cascos y pulsé reproducir.
Dos, o tal vez cuatro canciones después, me sentía un poco mejor. Apuré el zumo y pedí un café con leche, que dejé templar en la mesa mientras pasaba afuera 5 minutos disfrutando el escaso sol que lucía aquella mañana. Al volver a entrar al café, estaba ella en la mesa de al lado, con el periódico que yo había cogido. No os hablaré de su pelo, de sus manos, ni de su sonrisa y de cómo se refleja la misma en sus ojos. Apurada al verme, se disculpó mil veces, aunque yo no le había dicho nada. Se ofreció a invitarme al café, a lo que me negué, e insistente mientras lo tomaba, entablamos conversación.
Parecía más joven de lo que era, y, a la vez, más madura. Como si fuera una de esas almas viejas de las que hablan los escritos chorras de internet. Sin querer, quería quedarme. No veía nada importante en el mundo fuera de aquella conversación extrañamente trascendente con olor a café y bollería. Sonó su teléfono, que hubo de coger, dándome una excusa para mirar el reloj. Era imposible, pero sólo quedaban 6 minutos para que mi tren partiese. La dejé hablar sin prisa, y con 4 minutos para irme, colgó y se disculpó de nuevo. Le dije que tenía que marcharme, rogando al tiempo que ella me pidiera que me quedase.
Me acompañó al andén y nos despedimos como si nos conociéramos de siempre. En sus ojos estaba la súplica y en los míos, por supuesto, el aceptarla. Al girarme para subir al vagón, el miedo me pudo. ¿Qué estaba haciendo? ¿Cómo me planteaba perder el tren por una persona que apenas conocía? La veía tiritar, así que le dije que se marchara, que había sido un placer. No fue difícil encontrar mi asiento, y ella seguía junto al tren. Dejé la mochila encima del asiento contiguo, y me giré para mirarla una última vez. Mientras vagaban mis ojos unos instantes casi sin enfocar, me arrepentí de haber subido al tren. Algo me arañó furioso por dentro al ver cómo ella ya caminaba de vuelta al abrigo de la estación, mientras el tren, finalmente, partía.
Ya en mi destino, cada vez que notaba frío, recordaba que el invierno era melancólico, y me intentaba convencer de que había tomado la mejor decisión posible, por más que extrañase a aquella extraña. No obstante, desde aquel día, sé que el invierno tiene intrínseca además la cobardía.
Parecía más joven de lo que era, y, a la vez, más madura. Como si fuera una de esas almas viejas de las que hablan los escritos chorras de internet. Sin querer, quería quedarme. No veía nada importante en el mundo fuera de aquella conversación extrañamente trascendente con olor a café y bollería. Sonó su teléfono, que hubo de coger, dándome una excusa para mirar el reloj. Era imposible, pero sólo quedaban 6 minutos para que mi tren partiese. La dejé hablar sin prisa, y con 4 minutos para irme, colgó y se disculpó de nuevo. Le dije que tenía que marcharme, rogando al tiempo que ella me pidiera que me quedase.
Me acompañó al andén y nos despedimos como si nos conociéramos de siempre. En sus ojos estaba la súplica y en los míos, por supuesto, el aceptarla. Al girarme para subir al vagón, el miedo me pudo. ¿Qué estaba haciendo? ¿Cómo me planteaba perder el tren por una persona que apenas conocía? La veía tiritar, así que le dije que se marchara, que había sido un placer. No fue difícil encontrar mi asiento, y ella seguía junto al tren. Dejé la mochila encima del asiento contiguo, y me giré para mirarla una última vez. Mientras vagaban mis ojos unos instantes casi sin enfocar, me arrepentí de haber subido al tren. Algo me arañó furioso por dentro al ver cómo ella ya caminaba de vuelta al abrigo de la estación, mientras el tren, finalmente, partía.
Ya en mi destino, cada vez que notaba frío, recordaba que el invierno era melancólico, y me intentaba convencer de que había tomado la mejor decisión posible, por más que extrañase a aquella extraña. No obstante, desde aquel día, sé que el invierno tiene intrínseca además la cobardía.
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