Ella camina por el salón del trono, sabiendo que da igual a quién deje sentarse en ese momento en el estúpido sillón. El trono está en un lugar privilegiado, entre sólidos muros de roca, bajo el intrincado dibujo de plomo de la vidriera que llena el salón de luz, de luces. Esas luces que le permiten esconderse cuando quiere, y hacen fulgurar sus ojos cuando no.
Reinas. Las que se sientan en el trono son llamadas así: reinas. Reinas de corazones, ríe ella, amarga. Inocentes... Creen que el poder reside en el sillón. El resto también parece creerlo, pero a ella no le importa. Sabe que tras todas las atenciones, tras los regalos, las canciones, los piropos, los vahídos, los clamores, les llega su turno, como a todas las anteriores habitantes del estúpido mueble.
Ella sabe que no importa cuán guapa, vieja, alta o gorda sea la sentada. Es quien tiene el poder. ¿La reina? No, por favor, no digas tonterías. Es ella quien lo tiene.
Es ella quien consigue que las reinas pierdan sus atenciones, que deje de haber regalos, vahídos... Quien provoca los insomnios, las sonrisas perdidas en noches blancas y negras de ánimos grises. Ella sabe que en la sombra tras el trono siempre tendrá lo que desee.
Ella sabe, o debería, que el día que chasquee los dedos, que guiñe un ojo, que me sople un beso, arderá el trono, "su" reina, y romperemos las vidrieras. Ella es..., ella y yo, somos la República.
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