Hoy felicito a todos los que por un motivo u otro tengáis algo que celebrar.
Por supuesto, a mi abuelo, a mi padre, y a mi padrastro (a Paco, aunque no le gusta esa palabra).
Pero si hay alguien a quien quiero felicitar hoy es, sin duda, a mi madre. No sólo felicitarla, sino darle las gracias. Por haber hecho de madre, de padre, de chófer, de amiga, de enfermera, chef, maestra, socorrista, estilista... Por haberme dado la vida, y lo mejor de ella, el bichito al que llamo hermana.
Por ser la mejor padre del mundo.
Te quiero, mamá. Feliz día.
El disfraz de un payaso que llora
El humo me abrasó la garganta y el pecho, haciéndome toser y dándome una cierta sensación de mareo. Desde ahí arriba me sentía el dios de la montaña, viendo a los niños corretear por la arena tras enormes balones inflables de publicidad. Sus lejanos chillidos de alegría contrastaban con mi lúgubre silencio. Un lugar bonito para estar triste. Mis pies colgaban de las rocas. Había una caída de unos diez o doce metros sobre un lecho de rocas carcomidas por el oleaje desde donde estaba. Era una sensación intensa. No sabría describirla mucho más allá de eso. Intensa. La adrenalina, la relajación, la libertad y el pecho oprimido, el sabor acre a humo, la sal impregnando cada centímetro de mi cuerpo. Las minúsculas gotitas transportadas por el viento que hacían el aire pesado. El incesante dolor. El vacío sordo.
Deseaba tener el teléfono para embotar mi cabeza con las letras y la voz cazallera de Robe, para, como él, olvidarme de poner en el suelo los pies y sentirme mejor. Pero lo cierto es que seguía a decenas de kilómetros de casa, e incomunicada. El humo caracoleaba alrededor de mis dedos, y se deslizaba sobre mis labios y mi barbilla cuando, apenas espirando, lo dejaba huir. No sabía qué hora era, pero los niños, y sus padres, empezaban a desaparecer. Se acercaba el mediodía. ¿Cuánto tiempo llevaba fuera? ¿Ocho, diez, doce horas? Me levanté con la decisión de volver a casa. Un paseo, tres preguntas y cuarenta y seis minutos de metro después, llegué. Y lo primero que hice fue escribirte. Y tú, para variar. No contestaste.
Entré en la ducha como quien se acerca a un folio con notas en la universidad. Con alguna esperanza de sentirme mejor, pero sin mucho convencimiento. Cuando el agua empapó mi ropa, me di cuenta de que no me había desvestido. Me desnudé llorando, como si me obligasen. El agua tibia era como una boca húmeda que me acariciaba, y a la vez como algo viscoso que me ralentizaba. Ya en cueros, pegué el cuerpo a la pared, por la que me fui deslizando bajo el peso imaginario del agua hasta sentarme abrazando mis rodillas en la bañera.
Permanecí así tal vez cinco, o quince minutos. Después, poco a poco, me puse de pie de nuevo. Metí la cara bajo el chorro de la ducha, abriendo la boca. Escupí y pasé mis manos por toda mi cabeza, sintiéndome. Presioné mi nuca y mis hombros, en la transición de mis manos al pecho. Poco a poco, sin prisa, acabé de ducharme. Y me di cuenta de que dolía aún. Pero dolía diferente.
Igual resulta que los terapeutas tienen razón y ducharse aclara la mente. En mis brazos sentí que necesitaba un abrazo, pero no era el tuyo. Si es que alguna vez fue el tuyo el que realmente busqué. En mi cabeza mi voz resonaba rencorosa. Ahora negaría haberte querido alguna vez, porque yo soy así de gilipollas. Pero lo cierto era que, con la mente clara, mi necesidad no era la tuya. Aunque me dolieses. Aunque te quisiera. Aunque ese rayo no iba a cesar ahora.
Tal vez era un recurso estúpido, iterativo. Como los trucos de los payasos. Esa última bengala que nunca llegas a tirar, porque sin ella sí estarías perdido. Pero a ella me aferraba ahora. Como si fuese mi único camino, el mismo que me aterraba caminar.
Me disfracé con una sonrisa y salí de nuevo, a volverme de corcho entre amigos que no me iban a dejar caer. Perdona por renegar de ti, por la rabia que me das ahora, por todo este circo, pero los payasos, incluso los que lloramos, vivimos para el espectáculo. Y el espectáculo sólo sale adelante usando de vez en cuando viejos trucos.
Permanecí así tal vez cinco, o quince minutos. Después, poco a poco, me puse de pie de nuevo. Metí la cara bajo el chorro de la ducha, abriendo la boca. Escupí y pasé mis manos por toda mi cabeza, sintiéndome. Presioné mi nuca y mis hombros, en la transición de mis manos al pecho. Poco a poco, sin prisa, acabé de ducharme. Y me di cuenta de que dolía aún. Pero dolía diferente.
Igual resulta que los terapeutas tienen razón y ducharse aclara la mente. En mis brazos sentí que necesitaba un abrazo, pero no era el tuyo. Si es que alguna vez fue el tuyo el que realmente busqué. En mi cabeza mi voz resonaba rencorosa. Ahora negaría haberte querido alguna vez, porque yo soy así de gilipollas. Pero lo cierto era que, con la mente clara, mi necesidad no era la tuya. Aunque me dolieses. Aunque te quisiera. Aunque ese rayo no iba a cesar ahora.
Tal vez era un recurso estúpido, iterativo. Como los trucos de los payasos. Esa última bengala que nunca llegas a tirar, porque sin ella sí estarías perdido. Pero a ella me aferraba ahora. Como si fuese mi único camino, el mismo que me aterraba caminar.
Me disfracé con una sonrisa y salí de nuevo, a volverme de corcho entre amigos que no me iban a dejar caer. Perdona por renegar de ti, por la rabia que me das ahora, por todo este circo, pero los payasos, incluso los que lloramos, vivimos para el espectáculo. Y el espectáculo sólo sale adelante usando de vez en cuando viejos trucos.
Un payaso que llora
Hacía frío en la calle, a pesar de que los últimos días el Sol había coloreado ligeramente la palidez ojerosa de mi piel. El amanecer aún estaba muy lejos de despuntar tras los edificios que me rodeaban. Aún no era ni siquiera la hora mágica (esa que corresponde indistintamente a la noche y la mañana según a quién se le pregunte), pero la cama me mordía y mi cabeza exigía una vía de escape a sus revoluciones.
Era de esos días en que el mundo me sobraba y esperaba en mi fuero interno que por avatares del destino una grieta partiese el asfalto y me llevase a una cueva con internet, agua caliente, y fuego, para pasar las décadas que me restaban en un refugio eremita, lejos del dolor, la estupidez y la prisa de la sociedad.
Hacía años que había aprendido a vivir en stand-by. Nunca me implicaba al 100%, y nunca me desentendía al 100% de nada. Nunca me centraba del todo en una cosa al hacerla. Tal vez lejos del ruido blanco de la sociedad podría hacerlo. O tal vez no.
Me descubrí recordando la novela aquella del Perfume. Había caminado cerca de un kilómetro y medio sin mirar más allá del pavimento inmediatamente al frente. No conocía aquella calle, pero tampoco me importó. Proseguí mi deambular, corriendo a ratos, llorando, rindiéndome dramáticamente cuando el ritmo autoimpuesto me superaba. Nunca bajé el listón. Ponerlo demasiado alto siempre era una certeza, así no sería culpa mía al fracasar, "el listón estaba demasiado alto". A ratos mis cuádriceps ardían, entre furiosos y contentos. No solían trabajar más de lo estrictamente necesario.
Cuando quise darme cuenta era de día, había recorrido docena y media de kilómetros y notaba la deshidratación pegarme la garganta. Nadie sabía dónde estaba; yo tampoco. Sólo quería perderme. Dejé los caminos y subí una pendiente llena de robles esperando encontrar la tan ansiada nada en su cima. Resultó ser un kaxerio donde pude beber agua y robar un par de manzanas sin presencia humana alguna. Hacía varias horas que había salido de casa, sin llaves, teléfono ni cartera. Olía a mar. Era un aroma lejano, muy sutil; pero ahí estaba. Dejé que se guiase mi camino por él.
Me desplomé, aunque consciente, cuando me temblaron las piernas por el sobresfuerzo. El sudor me enrojecía los ojos, hacía horas que no me quedaban lágrimas. Tenía el estómago como esas mochilas barateras que se pueden meter dentro de uno de sus bolsillos, encogidito bajo el corazón, cuyo latido se hacía notar en mi garganta, mis oídos, mis manos... Allí tirada, como si acabasen de dispararme, dejé pasar nubes y claros sobre mí, antes de intentar moverme. Un rato después, sin el corazón desbocado ni espuma en la boca, llena de polvo, reparé en el olor del mar, de nuevo. Estaba cerca, iría a la playa.
Tras la oportuna aparición estelar de una oficina de mi banco, y gracias a la "internetización" del mundo, pude sacar dinero, y comprar, por fin, agua y algo que echarme a la boca. Y llegué. A la arena fina salpicada de piedras negras. Al rugir del viento y el agua. A sentir cómo las olas hacían el amor a la orilla y los acantilados. Siempre me gustó el mar. Verlo, oírlo, olerlo, me hace sentir libre. Me hace sentir que tengo una escapatoria, después de todo. Que aún siendo complicado, siempre podría huir de aquí, mientras su arrullo me acompañase lejos de la costa.
Casi sin darme cuenta, me descalcé, olvidando los deportivos a su suerte en medio de la playa. El agua estaba congelada. Lo bueno y malo del Cantábrico es que nunca deja que te olvides de que no estás en una balsa. Sus besos me mojaban las piernas y la hiperventilación que solía acompañarme en el frío no había aparecido. La boca se me llenó de saliva, y mis ojos volvieron a humedecerse con lágrimas calientes.
Había hecho todo esto, ¿para qué? ¿De qué me había servido pasar hambre y sed, cansarme? Seguía doliendo. Y seguiría haciéndolo, era un hecho. Cuando me calmé, me permití salir del agua y buscar las zapatillas. Almorcé en la arena, mientras los padres alejaban a sus hijos de la zona en que estaba. Me di cuenta de que debía estar hecha un asco. No sabía cómo podía volver a casa desde allí, así que tras reponer fuerzas, levanté el campamento y me marché. Había sido incapaz de comer, la bilis me subía por la garganta recordándome con su amargo sabor por qué había salido aquella noche de casa. En la sudadera seguía llevando un par de canutos liados. Aún era temprano para volver.
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