Amélie

[Aviso a navegantes, está un poco descuadrado, pero es que el editor de entradas de Blogger es un poco cutre para la inserción de fotos con texto]













20 años. 8200 y pico días, y sus muchas horas, hemos pasado juntas. Y digo juntas porque aún cuando estamos lejos, te siento junto a mí (el hablar casi a diario un par de veces por teléfono y otro par por Facebook, igual contribuye algo), cuidándome. 


Sin apenas dudas, eres la persona que más quiero en el mundo. Muy cerquita otros pocos "elegidos", pero a nadie más que a ti. Supongo que porque ambas somos parte de la otra.

Cuando pienso en qué ponerte en esta entrada, intento que no se parezca a la que tú me dedicaste a mí, pero me resulta complicado. Por eso he decidido guiar el recorrido por nuestra vida con algunas fotos.

Como podéis adivinar, la primera instantánea de la izquierda es mi madre embarazadísima de nosotras. Y así estuvo, cada vez más "grande", hasta que el 2 de abril, a eso de la 1 de la madrugada, decidimos que ya valía de pesarle a mamá, y que había que salir de una vez de allí.

Ame tomó la iniciativa, y no supo bien lo que le supondría hasta que unas cuantas horas después, con aquella ventosa en su cabecita, y unas horribles cosas metálicas que, más tarde supimos, se llamaban fórceps, le azuzaban para que saliese del vientre de nuestra agotada madre.

Siempre ha intentado (e intenta) hacerme fáciles las cosas, incluida mi llegada al mundo. Después de las 14 horas de odisea conjunta para mi madre y ella, que salió pequeñita, con un chichón enorme en un lado de la cabeza; yo salí en 5 minutos.

Hasta el día siguiente mi madre no se recuperó del tremendo esfuerzo que le supuso traernos al mundo.  A Ame, según nos cuenta siempre, le habían puesto un gotero de glucosa en la frente, y le habían vendado las manitas juntas para que no se lo quitase; mi madre no hacía más que preguntarle al médico si de verdad estaba bien, o si se lo decían para que no se preocupase. El médico contestó que era pequeñita y que tendría que ganar peso, pero que no estaba mal, para nada. A su lado estaba yo que, según mi madre, era como Betty Boop, con el pelo negro, los labios gruesos y rojos, y los ojos como platos. Ocho días más tarde, mi madre y yo nos íbamos a casa, y Ame se quedaba allí, en la incubadora, haciéndose fuerte durante otra semana en la que las visitas de nuestros padres no cesaban.




Finalmente, vino a casa, a quitarme media cuna para dormir ella, y a convertirse en mi otra mitad en casi todo.

Baños, siestas, biberones, papillas... La Odisea particular de nuestros padres, tíos, abuelos, los amigos de nuestros padres y  la niñera con nosotras fue intensa. Sobre todo con las comidas. Mi madre suele decir que nosotras comíamos lo que ella tenía paciencia para darnos.

Con la paciencia y comprensión de nuestros mayores, Ame y yo fuimos creciendo. Así llegaron los tiempos de las trastadas. Un día, comiendo, teníamos puesta la peli de El Libro de la Selva en la tele. En  un momento dado, en la peli, la serpiente Ska baja rodeando el tronco de un árbol mientras habla con el niño. Bueno, pues yo intenté emular la escena, sólo que haciendo de serpiente alrededor de la pata de la mesa del comedor. No lo intentéis, no funciona. Y así fue como me rompí la clavícula.

Me pusieron unos manguitos para favorecer la correcta soldadura del hueso. Eran incómodos, porque me echaban hacia atrás los hombros. El médico le dijo a mi madre que lo único que no debía hacer era colgarme de los sitios, por lo que ella no se preocupó: nunca nos habíamos colgado de ningún sitio. Bueno... Pues dicho y hecho, Ame me ayudaba a quitarme los manguitos, y a colgarme en cualquier lugar que lo permitiese en mi casa.

Mientras que yo hacía una detrás de otra, Ame desarrollaba una imaginación increíble, que ya desde muy pequeñita utilizaba en la creación literaria. Uno de los recuerdos comunes a varios familiares nuestros es ése, precisamente. Cuando éramos niñas, se acercaban a Ame y le preguntaban "Amelia, y entonces, ¿qué pasó?", y ella, sin pensárselo dos segundos, comenzaba a narrar una historia cualquiera, desde un punto indeterminado de su desarrollo.

Crecimos, y el cole trajo consigo el conocimiento de muchos campos: matemáticas, medio ambiente, historia, geografía, música... Y nuevos idiomas, como el inglés, el valenciano o el francés. Con el tiempo, comenzamos a tocar el piano, a estudiar idiomas, a practicar deportes... A crecer. Llegó el instituto, y ella comenzó a escribir en un blog sus historias, antes inconexas. Yo era demasiado (soy) inconstante como para poder llevar un blog hacia delante de forma exitosa, pero ella tiene cientos de lectores diarios.

Cada una profundizaba más en unos aspectos del conocimiento, y mientras las alas de Ame estaban bajo su control y se sometían a los vuelos que ella les quería dar, y mi hermana se arraigaba más profundamente que yo a nuestra tierra, a mí me picaba la espalda con el crecimiento de las mías, que, impacientes, me exigían movimiento.

Así comencé mi andadura con las Rutas Quetzal e Ibérica. Cuando ya no tenía fuerzas para continuar con algo, Ame me animaba, y me daba ideas para salir del estancamiento. Cuando no tenía a nadie más a quien recurrir con esas y otras cosas, si miraba alrededor, Ame aparecía por algún lado para escucharme y darme un abrazo.


Seguimos creciendo, primeros desengaños amorosos, primeros encontronazos con la realidad... Conocer verdades de nuestra infancia, de nuestra familia, de nuestro pueblo, nuestra historia y la de todo lo que nos rodea. Exacerbar nuestras personalidades, diferenciarnos y discutir más que nunca. Más que nunca, cuidar la una de la otra. Asumir que al tiempo que uno se hace mayor y puede disfrutar de unas cosas que antes no podía, pierde otras, y tiene que hacerse cargo de algunas obligaciones nuevas. Asumir que será muy difícil conocer marcianos y ser astronauta, descubrir una momia entre las arenas de Egipto, y ganar un Nobel de Literatura antes de los 20; saber que no podremos volar sin avión, ni independizarnos con un trabajo guay, una carrera universitaria comenzada y un piso propio a los 18 años. Comprender que es el dinero y no el amor o la diversión lo que mueve el mundo.

Saber que algún día moriremos, y que lo que hay que hacer al respecto es vivir hasta que acabe todo.




Y así, sin quererlo, nos hicimos mayores; hay quien me dice que antes de tiempo, que aún no debería preocuparme por algunas de las cosas por las que me preocupo. A veces, al acostarme, me quedo pensando hasta que me duermo. Pienso en mí, en mi familia, mis amigos, mi trabajo, mi carrera... Pienso en qué estarán pensando ahora mismo en Argentina sobre la nacionalización de YPF, sobre cómo se podría reducir la incidencia en civiles en los conflictos bélicos. Imagino cómo será el futuro, si viviré cerca o lejos de mis padres, si tendré cerca a mi hermana (aunque no físicamente) o si la nuestra se convertirá en una de esas tristísimas historias en que dos hermanos no se hablan, ni se ven, en años. Casi siempre acabo pensando en Ame.

Mi hermana mayor. La que me robaba los biberones apenas comenzó a caminar porque ella no mamaba. La que, mediante una sana competitividad entre nosotras, consiguió que en cada momento diese lo mejor de mí. Mi hombro para llorar y mi bastón para apoyarme en cada paso del camino. Mi primer apoyo siempre. La que me deja consolarla sólo a mí cuando la situación es tan grave (o a ella se lo parece) que se le escapa por completo de las manos. Aquella por la que daría la cara siempre, como he hecho siempre que así lo ha necesitado. Mi cómplice en casi todos los planes. La conocedora de todos mis secretos, incluso de aquellos que me sonrojan al pensarlos.

Mi hermana... Para aquellos que no la conozcáis, Amelia es mi hermana melliza, como habréis supuesto a la vista de las fotografías. Desde siempre, cuando nos preguntaban la chorrada de "¿Quién es la gemela buena y quién la mala?", Ame y yo sabíamos que ella era la buena, y yo, aunque no mala, la traviesa.

Una personita noble, generosa, luchadora, sincera, y encantadora. Como yo, tiene un humor muy suyo, manías extrañas, y un pronto de mala leche que da respeto, cuando menos. Una chica sencilla, humilde, versátil, de mente inquieta e insaciable sed de conocimientos. Guapa como pocas mujeres veréis en vuestra vida (por favor, ¡que se parece a mí! Jajajajaja), tal vez no por su belleza física, pero sí por su gran sonrisa y su mirada limpia y expresiva. Amiga de sus amigas y fiel a quienes quiere. No duda en entregar su corazón a quien considera que lo merece, y en negárselo a quien la daña, aunque tenga motivos para no hacerlo. Una persona racional por completo, pero que nunca desoye a su corazón. Filósofa aficionada y abogada en ciernes (yo espero que fiscal). Cantante y actriz amateur, polifacética, como veis. La niña de mis ojos. Aquella a quien me encomiendo cuando yerro, sin temor a las represalias a cambio de su incondicional ayuda.


Hace 2 años que nos graduamos con todos los honores (ella con su Matrícula de Honor incluida), y comenzamos la universidad. Ambas tropezamos en ese comienzo. Yo me vine a Euskadi, lejos del lastre del gobierno de la tierra de donde soy oriunda, y ella decidió que debía regirse más por el pragmatismo que por su querencia a la Filosofía. Así, ahora ambas estamos lejos de casa, si bien está ella mucho más cerca que yo de allí. Ambas estudiando carreras de alto rendimiento y esperando que nuestro futuro sea tan brillante como prometedor es ahora.


Sólo espero que en los próximos 20 años nos sigamos conociendo y soportando la una a la otra. Me hiciste 20 promesas, yo prometo quererte, escucharte, consolarte, ayudarte, aplaudirte, respetarte, apoyarte, abrazarte, dejar que pegues tus pies helados a mis piernas en invierno para que se calienten, tener la paciencia necesaria para dejarte errar tú sola, y sonreír cuando vuelvas fortalecida; prometo jamás retirar mi mano cuando la necesites, prometo no mentirte nunca salvo para protegerte de un daño que no puedas soportar, prometo seguir sacando la cara por ti cuando me lo pidas (aún sin palabras), prometo llamarte cada vez que pueda para saber qué haces, aunque no tengamos nada que contarnos, sólo por escuchar tu voz y saberte bien. Prometo, simplemente, estar ahí para ti, siempre, y para todo.



Lucha, pero no por metas tangibles, sino por la felicidad, por tu autoconocimiento. Ve donde el viento te quiera llevar, y deja que el mundo te empape de vida. Sé feliz, porque así quienes te queremos tanto como yo lo hago, seremos felices contigo.



Te quiero, pequeña. Y ya acaba la entrada, pero no hace falta que llores... :)




1 comentario:

Ari3n dijo...

joer, que monosidades!