Soledad

Talvez porque su madre tuvo alguna revelación que nunca le contó, la habían llamado así.

Desde muy pequeña, Sole supo que aquél, con la gente a su alrededor, no era su lugar. Si bien no era una persona poco sociable, pues nunca le faltaron amigos, ni las gracias de algún que otro pretendiente; ella siempre supo que su lugar, como el propio posesivo indica, sería suyo. Sólo suyo.

Ya siendo una niña, cuando jugaba con sus compañeros, o salía a la calle con sus vecinos, la pequeña se sentía, muchas veces, fuera de contexto. No entendía qué gracia tenían sus bromas, ni qué interés podían presentar las insulsas conversaciones a las que consagraban su tiempo libre vespertino.

En el colegio siempre formulaba preguntas que hacían que sus extrañados profesores no pudieran disimular un guiño de curiosidad y, valga la redundancia de algo, extrañeza. Su afán por aprender y su avidez de conocimiento hacían de su madre la envidia de la vecindad, y los "qué chiquilla más lista tienes, ¡qué gusto!" eran escuchados habitualmente cuando paraban porque su madre hablaba con algún conocido.

Conforme la niña fue creciendo, y se convirtió en una joven promesa, con 15 años y todo un futuro que decidir y desarrollar por delante, cada vez se sentía más lejos de su entorno. Con una frecuencia que aumentaba con rapidez, se abstraía del mundo que la rodeaba y se dedicaba, mientras observaba el cielo sentada en el alféizar de la ventana, a dejar que su mente vagase. A, simplemente, pensar por pensar.

Tocaba el violín desde pequeña. Con cada tremolo que ejecutaba, haciendo vibrar su dedo sobre la cuerda pisada, sentía su propio cuerpo estremecerse con la melodía. Los movimientos que realizaba con su brazo izquierdo para mover el arco se transmitían con facilidad al resto de su cuerpo, haciendo que su frágil figura se contonease al ritmo de la música, como poseída por ella.

Sin embargo, de igual forma se introducía en los dibujos que hacía, fijándose y perfeccionando cada detalle; y con cada problema lógico que le planteaban, en los que se sumergía, hermética. Y con cada poema que escribía, su bolígrafo sangraba en el papel los sentimientos que corrían por sus venas.

Siempre le encantó observar todo a su alrededor. Todo. Las nubes, los ágiles gatos, los perros, los niños, los insectos, las máquinas, las personas mayores, los instrumentos musicales, los tejidos, el fuego, el agua, su propio cuerpo, y sus reacciones, los dibujos y pinturas, el papel de los libros, la tipografía de aquello que leyera, el aire, las fotos, las películas, la misma tierra que pisaba. Todo la fascinaba, a todo le encontraba el interés.

Poco a poco, tras graduarse en la universidad, dedicó su vida (no sin la ayuda de su padre, quien a pesar de las quejas, y a cambio de su ayuda en la contabilidad de su empresa, la mantenía) cada vez más a esos pequeños placeres que le ofrecía la vida: escribir, cantar, tocar su violín, resolver enigmas, y pasar su tiempo observándolo todo, asimilando información.

Con los años, su lozanía y su frescura juvenil fueron marchándose. Su piel era menos tersa, y su cabello más cano. Usaba gafas para ver de cerca hacía tiempo ya. Su cuerpo, antaño atlético, musculoso y prieto, mantenía ese aire de firmeza que caracterizaba el porte de su familia materna, con unos músculos aún bien definidos bajo su piel, ya blanda, y los depósitos de grasa que comenzaban a ser notables en su figura. Algunas arrugas ya marcaban con claridad el final de sus ojos, su cuello, su frente, la comisura de sus labios y sus mejillas. El sujetador que utilizaba ya empezaba a ser realmente para sujetar, y no para realzar su pecho. La ropa que utilizaba cada vez era menos ceñida y menos vistosa, y le importaba ya bastante más su comodidad que lo bonita que le quedase.

Pese a todos los hombres, y las mujeres, que pasaron por su vida, algunos de ellos realmente espectaculares, seguía sola. La calidez que necesitaba se la daba su manta granate, e Irene, su gigante de los Pirineos, la acompañaba todo el tiempo desde hacía más de 10 años. Si alguna vez se sentía sola, visitaba a sus padres o a sus hermanos, quienes siempre la recibían con una sonrisa enorme y cercana.

Cuando se acostaba cada noche a dormir se sentía realizada como persona, especialmente tras cumplir los 60 y haber dado la vuelta al mundo, cumpliendo con ello el sueño de su infancia; y se sentía también feliz, al menos, las más de las veces.

Sólo amó de verdad una vez en su vida, siendo muy joven aún. Fue una historia idílica, digna de los mayores versos de amor y las novelas más emotivas, pero en una de las vueltas de la vida, a ella se le olvidó aferrar lo que más quería, y lo perdió. Desde entonces, desde que ella le robara el corazón siendo aún casi una niña, no volvió a amar. "Talvez no sea ése, el destino de todo el mundo", se solía decir las noches en que las lágrimas acudían a sus ojos, llamadas por algún recuerdo insolente que salía a relucir en su memoria, mientras abrazaba a Irene y hundía sus manos en el pelaje de su fiel compañera.

Pocos años después, con la llegada de la jubilación, llegó la marcha de Irene. La lloró casi tanto, o podríamos obviar el casi, como las de sus propios padres. Con el tiempo, ya no cantaba, ni tocaba el violín, ni escribía, ni dibujaba... Se limitaba ya sólo a contemplar el mundo, y sus cambios.

Un día, reflexionando ya de forma vaga, pues últimamente le costaba dilucidar, fue aduciendo hechos y razones a su propia hipótesis hasta que concluyó la idea que siempre había estado pululando por su mente. Su lugar en el mundo era, precisamente, aquél en que ella se encontrase, pues no era otro que su propio mundo interior.

Dándose cuenta de esto, no mucho tiempo después de haber resuelto el enigma que ella misma se plantease en algún momento incierto de su más tierna infancia, sin apenas hacer ruido, y sola, como siempre, se marchó.